El amor es quizás nuestra religión más verdadera y, al mismo tiempo, nuestra enfermedad espiritual más auténtica. Oscilamos entre estos dos polos, ambos igualmente reales.
Pero en esta oscilación, lo maravilloso es que nuestra verdad personal se revela y es llevada por el otro. Al mismo tiempo, el amor nos hace descubrir la verdad del otro.
La autenticidad del amor no radica solo en proyectar nuestra verdad en el otro y, en última instancia, no verlo más que a través de nuestros propios ojos. También reside en permitirnos ser contaminados por la verdad del otro.
No debemos ser como aquellos creyentes que encuentran lo que buscan porque han diseñado de antemano la respuesta que esperan.
Y aquí también radica la tragedia: llevamos en nosotros una necesidad tan profunda de amor que, a veces, un encuentro, un instante propicio —o quizás un momento desafortunado— desencadena el proceso del flechazo, de la fascinación.
En ese momento, proyectamos en el otro nuestra necesidad de amor, la solidificamos y, al hacerlo, ignoramos al otro, que se convierte en nuestro reflejo, en nuestro tótem.
Lo ignoramos creyendo que lo amamos.
Ahí se encuentra, en efecto, una de las tragedias del amor: la incomprensión de nosotros mismos y del otro.
Pero la belleza del amor reside en la mutua penetración de la verdad del otro en nosotros y de la nuestra en el otro; en encontrar nuestra verdad a través del otro.
Concluyo. La cuestión del amor oscila en esta posesión mutua: poseer aquello que nos posee.
Somos individuos formados por procesos anteriores a nosotros; estamos poseídos por fuerzas que nos sobrepasan y que nos trascienden, pero, de algún modo, somos capaces de poseerlas.
En todas partes, en todo momento, esta doble posesión constituye el hilo conductor y la esencia misma de nuestra experiencia de vida.
Y finalizaré dando a la búsqueda del amor la formulación de Rimbaud: la búsqueda de una verdad que resida simultáneamente en un alma y en un cuerpo.